Resumen del documental “BALSEROS”
Muchos países llevan décadas sufriendo conflictos internos, como los económicos, que hacen que sus habitantes se marchen en busca de una vida mejor. En Cuba, al ser una isla, muchas de estas huidas se han producido por mar, lo que conlleva numerosos peligros. En el caso de los balseros de este documental, se une el riesgo de viajar en unas embarcaciones sin ninguna medida de seguridad, junto a mujeres, niños y otros pasajeros vulnerables a las jornadas por mar y a saber si van a ser deportados cuando lleguen a las costas estadounidenses.En este documental se conoce de primera mano las historias de una huida para buscar una nueva oportunidad lejos de casa. Estos balseros cubanos dejaron todo atrás para enfrentarse a una nueva vida, y este documental es un relato de su trayecto hasta llegar a su destino.
El documental comienza 1994, cuando Fidel Castro decide permitir que su pueblo chapotee hacía las costas de Florida. En aquel año, multitud de cubanos aprovecharon el permiso de Castro y dejaron a los suyos; eso sí, con una promesa: o regresaban en un futuro no muy lejano, o se llevarían consigo al resto de la familia en cuanto pudiesen. Para muchos de estos primeros viajeros, en EE. UU. no sólo les esperaba una vida con aire acondicionado y carros metalizados; también los familiares que ya habían escapado tiempo atrás y que aguardaban la llegada de los suyos. De ahí que muchos cubanos tuviesen la camita lista en Miami, Filadelfia y otros puntos del país. Sin embargo, el viaje en balsa tuvo una primera parada en el campamento militar de Guantánamo, y no precisamente para descansar y tomar el sol. Los guardacostas estadounidenses capturaron a los protagonistas en alta mar y los retuvieron allí durante nueve meses. La película da testimonio del interior de los recintos y del buen humor de sus ocupantes. Con todo, los balseros esperan hasta que llega el día de la entrevista con las autoridades estadounidenses: una prueba para determinar quién pisaría la tierra de los gringos y quién se volvía hacia Cuba. Porque hay que ser digno del sueño americano; el documental lo deja bien claro.
Los ganadores del premio llegaron a Florida, donde se les asignó un destino con un puesto de trabajo y una residencia. Por supuesto, también les advirtieron de la importancia del inglés porque el español les valdría para poco o nada. Dicho esto y puestas las maletas en el autobús, comienza lo mejor de la película y lo más lamentable: las decepciones, matarse a trabajar los siete días de la semana, cobrar una nómina miserable y encima, la nostalgia, que ahoga y para colmo, no calienta la cama. Y es que mientras la realidad desilusiona, los lazos familiares aprietan. Los protagonistas llegan a buen puerto y les toca recaudar fondos para la familia. Al principio la estancia duele porque hay juramentos de por medio. Sin embargo, los compromisos acordados revientan por los aires cuando se descubre el auténtico estilo de vida estadounidense. En este sentido el documental plasma dos maneras de concebir y disfrutar la vida. En Cuba los personajes viven entre chabolas, casas a las que se entra y sale sin preguntar y calles por las que correr y jugar. En cambio, en EE. UU. el asunto funciona diferente: la gente cierra el pestillo de sus viviendas y, si quiere visitar al vecino, le pide cita como quien va a la consulta del médico. Así, los emigrantes cubanos se vuelven estadounidenses: si el trabajo y los impuestos ahogan, si la gente no se ayuda, al final lo que cuenta es uno mismo. Porque uno no se mete mar adentro para esclavizarse. Para eso, que viva Castro. Con respecto a esta situación hay una escena formidable: Miriam, que abandonó a su hija en Cuba para salir a ganar puñados de dólares, lucha por traerse a la nena consigo. Año tras año falta el sello de la embajada, la firma del consulado, el certificado de no se sabe dónde y, en cada ocasión, le dan la palmadita en la espalda. A esperar un año más: «Aquí estamos para ayudar. Ah, y aquí tiene una biblia de regalo. No se vaya a ir sin ella», dice el funcionario de turno.
Los ganadores del premio llegaron a Florida, donde se les asignó un destino con un puesto de trabajo y una residencia. Por supuesto, también les advirtieron de la importancia del inglés porque el español les valdría para poco o nada. Dicho esto y puestas las maletas en el autobús, comienza lo mejor de la película y lo más lamentable: las decepciones, matarse a trabajar los siete días de la semana, cobrar una nómina miserable y encima, la nostalgia, que ahoga y para colmo, no calienta la cama. Y es que mientras la realidad desilusiona, los lazos familiares aprietan. Los protagonistas llegan a buen puerto y les toca recaudar fondos para la familia. Al principio la estancia duele porque hay juramentos de por medio. Sin embargo, los compromisos acordados revientan por los aires cuando se descubre el auténtico estilo de vida estadounidense. En este sentido el documental plasma dos maneras de concebir y disfrutar la vida. En Cuba los personajes viven entre chabolas, casas a las que se entra y sale sin preguntar y calles por las que correr y jugar. En cambio, en EE. UU. el asunto funciona diferente: la gente cierra el pestillo de sus viviendas y, si quiere visitar al vecino, le pide cita como quien va a la consulta del médico. Así, los emigrantes cubanos se vuelven estadounidenses: si el trabajo y los impuestos ahogan, si la gente no se ayuda, al final lo que cuenta es uno mismo. Porque uno no se mete mar adentro para esclavizarse. Para eso, que viva Castro. Con respecto a esta situación hay una escena formidable: Miriam, que abandonó a su hija en Cuba para salir a ganar puñados de dólares, lucha por traerse a la nena consigo. Año tras año falta el sello de la embajada, la firma del consulado, el certificado de no se sabe dónde y, en cada ocasión, le dan la palmadita en la espalda. A esperar un año más: «Aquí estamos para ayudar. Ah, y aquí tiene una biblia de regalo. No se vaya a ir sin ella», dice el funcionario de turno.